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Escultura antigua sobre el mito cosmogónico de los sumerios, encontrada en Mesopotamia. El rei aparece situado entre el mundo divino y el mundo humano. |
En el capítulo anterior, vimos que el Manual de la I.A.S.D., en su versión teísta de la organización, presenta la forma de gobierno de la I.A.S.D. como una imitación del orden divino. ¿De dónde viene esa idea de un modelo divino que la organización de la sociedad debe imitar? ¿Ese modelo divino es mito o realidad?
En este capítulo pretendo responder a esas preguntas mediante la presentación de una síntesis histórica sobre la relación que se establece entre el mundo “divino” y el mundo “real”, para obtenerse fundamentos religiosos y metafísicos que orienten la organización de la sociedad.
El lector encontrará un histórico amplio, de considerable erudición, en el libro O Mito do Estado (Rio de Janeiro, Zahar, 1976) del Prof. Ernst Cassirer. Esa obra aborda la sacralización de las estructuras de poder encontradas en las principales formas simbólicas creadas por el hombre —Lenguaje, Mito, Historia, Religión y Ciencia— y sus implicaciones en la vida social, en la teoría del Estado, en el culto del Héroe y de la Raza.
La Doctrina de los Dos Mundos
Nuestro punto de partida es lo que en antropología se llama “la doctrina de dos mundos”, originada en las culturas arcaicas. Esta doctrina distingue dos mundos y los jerarquiza: existe el mundo superior —el divino— más fuerte, contrapuesto al mundo inferior —el humano— más débil. A partir de su surgimiento, toda la cultura humana es un caminar dentro de esa dicotomía. Ella comparece en la base de la historia del ser humano.
Para que el hombre antiguo pudiese contar con los favores de los dioses y alcanzar el nivel superior de la existencia, la dicotomía le imponía como condición tener el mundo divino como modelo. De ahí, la imitación de la divinidad se volvió una preocupación dominante. Y es eso lo que más le dificulta a ese hombre el existir como ser humano e integrarse al mundo, porque lo lleva a crear formas de vida y estructuras de poder basadas en datos que no son humanos.
En la doctrina de los dos mundos se fundamentan los mitos que orientan la organización de la sociedad y establecen las relaciones de poder. Y es en los mitos donde se encuentra el origen del concepto de poder que, después de sufrir mutaciones, se transforma en el poder soberano del Leviatán.
La Función del Mito
Según François Houtart (Religião e Modos de Produção Pré-capitalistas. São Paulo, Paulinas, 1982), toda sociedad "es fruto de relaciones que se establecen entre grupos humanos a fin de asegurar su subsistencia inmediata e histórica. Simultáneamente, tales grupos construyen un universo de representaciones —una especie de realidad en un segundo nivel— que interpreta la realidad material, la relación del hombre con la Naturaleza y las relaciones sociales, dándoles así un sentido. Y es ese sentido que coloca la base para los sistemas de prácticas sociales que posibilitan la reproducción de las relaciones, ofreciendo así un modelo o cuadro de comportamiento para los individuos o grupos".
A ese universo de representaciones simbólicas pertenecen los mitos sociales y los mitos cosmogónicos del mundo antiguo, manejados por la religión y por la política, a fin de reproducir las relaciones sociales establecidas. El Prof. Ernst Cassirer dice que el simbolismo mítico surge de la búsqueda del significado del ser, bajo la presión de profundos deseos individuales y violentos impulsos sociales. En su forma final, el mito es una objetivación de la experiencia del hombre, no de su experiencia individual, sino colectiva. En El Mito del Estado, muestra como el pensamiento mítico dominaba la vida práctica y social del hombre antiguo, y como domina aún la vida política del hombre moderno.
Mito y Poder
El simbolismo mítico conduce también a una objetivación de sentimientos sobre las relaciones de poder. Los dioses de los pueblos antiguos eran personificaciones de las fuerzas de la naturaleza y de las fuerzas humanas, sobretodo de la fuerza de la cohesión social. Los panteones politeístas de la religión cananea, egipcia, mesopotámica, griega y romana (parte importante del mundo en que fue escrita la Biblia), eran representaciones simbólicas de las relaciones de poder establecidas por la simbiosis entre religión y política.
En las sociedades antiguas, cada una de acuerdo con sus mitos, el rey tenía una relación íntima con la divinidad, como su lugarteniente. Los dioses son los "propietarios" del mundo y del cosmos, y el rey los representa. Consecuentemente, el rey es el señor absoluto de su tierra y su palabra es definitiva. Los mitos sociales hacían que cada pueblo viera en sus dioses nacionales la deificación de sí mismo en su unidad como cuerpo social.
Está claro que ese otro mundo que sirve como modelo no existe de hecho. Él es una representación simbólica de la forma de vida social y política de los seres humanos. No es el mundo divino, y si la divinización de la representación simbólica de las relaciones de poder establecidas en la sociedad humana.
La necesidad del mito es también explicada por el deseo de dominar que hace parte del hombre. Sin embargo, este deseo encuentra un obstáculo: la ley de la naturaleza que lleva a todo ser humano a reconocer a los otros como sus iguales. Entonces, el hombre dominador recurre al mito para crear, artificialmente, su superioridad con relación a los otros, haciendo derivar su poder de un supuesto mundo divino.
En el pasado, las elites religiosas y las elites gubernamentales le hablaban al pueblo a través de los mitos. Decían: “Nuestro poder viene de los dioses. La organización de nuestra sociedad sigue el modelo divino. Los dioses quieren que así sea”. Lo mismo sucede con la versión teísta de la organización presentada por el Manual de la I.A.S.D.. El modelo divino que usa como referencia es una representación simbólica de la máquina administrativa de la I.A.S.D.. Una manera de la elite dominante adventista decir: “Nuestra forma de gobierno está de acuerdo con el modelo divino. Dios quiere que ella sea así”.
Pero tal versión teísta no está apoyada directamente en los mitos antiguos, y sí en la forma que les fue dada por el racionalismo cristiano medieval.
La Dicotomía en los Pensadores Medievales
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Agustín de Hipona |
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Anselmo de Cantorbery |
Es por ese camino que la doctrina de los dos mundos contamina el cristianismo y llega a la I.A.S.D.. Aun cuando se introduzca la fe cristiana para establecer la relación entre los dos mundos, el pensamiento sobre el mundo “ideal” o “divino” siempre será mítico. Cualquier hombre o grupo de hombres que afirme conocer el verdadero mundo divino es un charlatán.
La Cuestión en los Tiempos Modernos
En los tiempos modernos toda esa problemática de la dicotomía retorna. Después del Renacimiento, con los viajes, los descubrimientos y todo lo demás, el mundo pasó a ser visto como un conjunto, una unidad, un objeto inmenso a disposición del hombre. Lo que transforma el deseo de dominar en un deseo cósmicamente ampliado. En el siglo XVII comienza a armarse la embestida decisiva contra la dicotomía del mundo con los primeros surgimientos de la filosofía y de la ciencia modernas.
Pero la revolución burguesa es la que crea condiciones para que la dicotomía entre en una crisis radical y muy violenta. El proyecto burgués quiere abolir los dos mundos a fin de que comience la humanidad del hombre. Un ejemplo de esa crisis es “la muerte de Dios”, esto es, la idea de que no existe más un Dios a quien debemos imitar. Esta crisis es positiva, por paradójico que esto parezca, pues muestra que el hombre está en proceso de transformación.
La necesidad de hacer desaparecer Dios resulta de su identificación con el modo de actuar de las divinidades de la dicotomía, con la ambigüedad del pasado. El mito de Prometeo nos lleva al cierne del problema generado por la interferencia de los dioses. Él es punido porque aprendió a lidiar con el fuego. Esto significa que los dioses actúan como si tuviesen celos del ser humano. Siempre que éste consigue dominar algún elemento de la naturaleza, sufre la venganza divina para impedirlo de controlar este mundo. Esa injerencia sería como si el problema continuase indefinidamente, como si la solución fuese el desaparecimiento de los dioses. Esta solución era presentada por el teatro de la Grecia antigua, un verdadero culto religioso. La función de la máquina teatral griega era hacer aparecer y desaparecer los dioses. En la época de la ascensión de la burguesía, el Vaticano era —y todavía es— una réplica cristiana del mundo divino de la dicotomía, y el alto clero había asumido un comportamiento en los moldes de los dioses mitológicos: en el nombre de Dios, sólo aceptaba la organización de la sociedad en el sentido trascendental, teológico de la doctrina de los dos mundos. La “muerte de Dios” y la “descristianización” de Europa resultan del esfuerzo del hombre para librarse de la injerencia “divina”, que lo impide de realizar el viejo deseo de dominar.
Removida la ambigüedad, hay una transformación no sólo de la técnica, de la filosofía, de la ciencia, sino también del poder. El deseo de dominar, de ser señor, continúa en ese proceso de derrocada de la dicotomía. Sin embargo, ya no se piensa el poder como siendo algo trascendente, una dádiva divina. Ahora es lo que es: cosa de los hombres. (Las relaciones y rupturas entre los pensamientos políticos antiguo y moderno están en el libro de Hannah Arendt,Entre o Passado e o Futuro, Editora Perspectiva).
El mito había sustentado el poder trascendente de la realeza durante milenios. Llegó a la Europa de los tiempos modernos con algunas mutaciones provocadas por la influencia del cristianismo. La más importante es esta: el poder del Príncipe no deriva más de los dioses paganos, sino de Dios. La monarquía absoluta gobierna apoyada en el concepto del “derecho divino de los reyes”. Dentro de esa línea de pensamiento, surge el Leviatán —el Estado monstruoso, artificial y mecánico— cuyo poder soberano imita a Dios: es un poder único, absoluto, perpetuo, irresistible y omnipresente que agrega las personas; es el creador del súbdito obediente; se arroga el monopolio de atribuir, cancelar, instituir y redistribuir los derechos y los deberes de cada uno, dando normas y leyes. Las teorías racionalistas del Estado lo presentan como el reino de la verdad sobre la tierra, la encarnación de la justicia, el instrumento de la verdadera libertad y otros epítetos de ese tipo.
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Destrucción de la Bastilla |
La Revolución Americana (1776) y la Revolución Francesa (1789) —ambas inspiradas en los ideales democráticos del Iluminismo— contribuyen decisivamente para un cambio radical en la forma de pensar lo político, de organizar la sociedad en Occidente y generan las condiciones para la ascensión de la burguesía. El Estado burgués derrota el régimen absolutista y el mito del poder trascendente. No diviniza el poder — en el Estado democrático, el poder de Estado es concebido apenas como el poder de Estado. No usa un modelo divino — las estructuras de la sociedad son una creación humana, pertenecen a este mundo. Por eso, no existe la simbiosis entre religión y política, de la cual dependía el poder trascendente. Hay separación entre Iglesia y Estado. Y valores judeocristianos —como libertad, igualdad y fraternidad— fueron secularizados y son manipulados jurídicamente.
En una época en la cual no se admite el engaño de ejercer el poder en nombre de Dios y constituir la sociedad de acuerdo con un modelo divino, el Manual de la I.A.S.D. insiste en presentar su versión teísta de la organización, que confunde poder eclesiástico con poder de Dios, y organización eclesiástica con orden divina. No percibe que los tiempos cambiaron, que las personas ya no son tan ingenuas. Las más lúcidas no aceptan que el leviatán adventista —la estructura monstruosa, artificial y mecánica de la I.A.S.D.— sea una copia del orden del mundo divino.
Por todo lo que fue visto hasta aquí, concluimos que la versión teísta de la organización adventista está dentro de la línea de pensamiento mítico que comienza en la doctrina de los dos mundos, avanza en los mitos sociales, adquiere aires racionales en el racionalismo griego clásico y es introducida en el cristianismo por los pensadores medievales.
Los ideólogos adventistas se metieron por el camino del mito después de descubrir que era imposible justificar la monstruosa máquina administrativa con principios bíblicos.
La Cuestión en la Biblia
Esa problemática de la dicotomía del mundo, que induce a la imitación de Dios, comparece en la Biblia a partir de los capítulos iniciales del Génesis. Esos capítulos enfrentan los mitos sociales antiguos que divinizan abiertamente el poder y colocan un supuesto mundo divino como referencia para organizar la vida social. Fueron las civilizaciones mesopotámicas paralelas de Sumer y Acad las que le dieron a todos los pueblos circunvecinos de Israel los modelos de mitos sociales. Los más difundidos e influyentes fueron el Enuma elish, un poema sobre la creación del mundo, que afirmaba que los babilonios eran descendientes directos de la divinidad, a fin de justificar el dominio de ellos sobre los otros pueblos; y la Leyenda de Gilgamés, una epopeya sobre la búsqueda frustrada de la inmortalidad, mediante el comer la fruta que hace el hombre como un dios, por un héroe. (Para saber más sobre esos mitos vea Juan Errandonea Alzuguren, Edén y Paraiso. Fondo Cultural Mesopotámico en el Relato Bíblico de la Creación, Madrid, Marova, 1966; y Oswald Loretz, Criação e Mito: Homem e Mundo Segundo os Capítulos Iniciais do Gênesis, São Paulo, Paulinas, 1979).
El uso de expresiones y elementos imaginativos tomados de esos mitos por las narrativas del Génesis sirve para formular ideas radicalmente diferentes de lo que esas mismas imágenes significaban en los mitos; o, dicho de otro modo, sirve para hacer evidente que ese libro está en conflicto con las ideas contenidas en los mitos. Su intención, según Gerhard von Rad (Teología del Antiguo Testamento), es realizar una enérgica purificación del pensamiento mítico y obtener un grado máximo de concentración en lo puramente teológico. Luego, si queremos entender el Génesis, es preciso proyectar su contenido sobre el fondo cultural del Antiguo Oriente Medio.
El punto de partida de la investida de la Biblia contra el poder trascendente y las formas de vida basadas en la doctrina de los dos mundos es la teología de la creación del Génesis. En esta teología tiene inicio una línea de severa crítica al poder, que termina el Apocalipsis. Por razones obvias, esta línea de pensamiento jamás es estudiada y comentada, en su verdadero sentido, en la I.A.S.D.. La teología de la creación es ignorada por los adventistas porque se dedican a defender el creacionismo (en oposición al evolucionismo), una corriente filosófica que passa por alto las verdaderas intenciones de las narrativas sobre los primeros orígenes. Hasta el Comentario Bíblico oficial de la I.A.S.D. hace eso. Por lo tanto, conviene que demos una mirada, a vuelo de pájaro, en los conceptos más relevantes presentados en esa línea de severa crítica al poder.
En los relatos de la creación, Dios es presentado como Aquel que nos hace ser y, por eso mismo, Él constituye el centro de nuestras vidas. Dependemos de Él por completo porque aquello que sustenta nuestro ser no viene de nosotros mismos. Por lo tanto, el Creador de todos los seres y cosas de este mundo es el único soberano del hombre. Su soberanía es soberanía de amor. Él usa su poder creador cósmico por puro amor a Sus criaturas.
Al contrario de los mitos de la creación de los pueblos vecinos de Israel, en las narraciones del Génesis Dios no usa ninguna substancia divina para crear al hombre. (No usa, por ejemplo, lágrimas del dios sol, como se decía en Egipto, ni sangre de un dios abatido, como en el mito babilónico). Usó únicamente elementos sacados de la tierra. El hombre es un ser terreno (o “terrizo”). Fue creado para ser un ser humano (humano viene de humus = tierra). Tanto el mundo como el hombre no tienen y no pueden tener nada de la naturaleza divina, pues fueron creados fuera de Dios y distintos de Dios; y así deben continuar existiendo. De eso, las narraciones concluyen: el misterioso deseo de “ser como Dios” (Gén. 3:5), inspirado por la dicotomía, es ilegítimo; y transformar este planeta en un mundo lleno de dioses por la divinización de fuerzas de la Naturaleza o de la cohesión social, como hacían los pueblos antiguos, huyen de la realidad, al designio original de Dios.
Según Génesis 3, el mal surgió en el mundo en el momento en que el hombre decidió imitar a Dios. En la narración, comer de la fruta prohibida y querer ser como Dios es la misma cosa. Se refiere al poderoso e ilegítimo impulso, suscitado misteriosamente por la serpiente, de auto-elevación de la esfera de lo humano para la esfera de lo divino. La imitación de Dios es la causa de todos los males porque provoca la ruptura del hombre con su naturaleza humana y con aquello a lo cual él pertenece y lo define. En las Escrituras, la vida buena es el resultado de la obediencia al designio original de Dios. Jamás es vista como en las formas de vida fundadas en la dicotomía — el resultado de la imitación de Dios o de tenerse el mundo divino como modelo.
En cuanto al gobierno del mundo, el designio de Dios es este: Dios tiene dominio sobre el hombre y éste tiene dominio sobre los animales (Gén. 1:26). Y el gobierno del mundo no es dado a grandes individuos o a un grupo de individuos, sino a la comunidad humana en la multiplicidad de sus miembros (Gén. 1:28). Porque todos tienen la misma condición humana, esta igualdad de estado no admite que alguien se sienta superior al punto de querer dominar a sus semejantes. El hombre es “imagen” y “semejanza” de Dios (no igual a Dios) cuando representa al Creador, ejerciendo el dominio en la Naturaleza con amor, haciendo que la vida, en el sentido de Dios, sea posible.
Las narraciones muestran que el hombre siempre es cercenado en esa su voluntad de dominio, pues descubre que en el mundo residen fuerzas que él no puede dominar y que su dominación es destructora. Son ejemplos de esto la expulsión del paraíso, el asesinato de Abel por Caín, la corrompida generación antediluviana, el mundo de las naciones en eterno conflicto, entre otros.
El relato de Gén. 11:1-9 embiste contra el poder derivado de la divinidad usando un ejemplo histórico, concreto: el reino de Babilonia, caracterizado por la utilización conjunta de la religión y de la política como pilares sostenedores de una estructura que oficializa la auto-elevación, esto es, la pretensión de los potentados de tener un poder derivado de Dios.

El Etemenanki constituye uno de los más notables símbolos de la auto-elevación del hombre del plano humano hacia el plano divino en el ejercicio del poder político. Expresaba la primacía del rey y del reino de Babilonia en el mundo. Según Apocalipsis 18, el espíritu de Babilonia va a estar presente en el mundo de las naciones hasta el fin de los tiempos, inspirando un poder trascendente que rivaliza con la soberanía de Dios.
La embestida alcanza su punto alto en el Génesis cuando las narrativas hablan de los orígenes de Israel: un pueblo creado por el mismo Creador del mundo para servir a los demás pueblos (la elección de la descendencia de Abrahán es para el servicio). Israel debería ser una bendición para las naciones. “Servir” y “ser bendición” son novedades en el mundo de las naciones, en el cual la auto-preservación induce cada pueblo a imponerse sobre los demás en una guerra continua de todos contra todos, y las naciones poderosas subyugan, dominan y hasta destruyen a las más débiles.
Ahora damos un salto hasta el Nuevo Testamento, para ver los momentos en que testimonia el rompimiento de Jesús con la doctrina de los dos mundos. Inspirado por esta tradición, el hombre antiguo distingue entre el mundo divino y el mundo humano, lo que lo hace dividir los seres y cosas en categorías superior e inferior, sagrada y profana, pura e impura. Para Jesús, todos los seres y cosas naturales de este mundo son creación de Dios. Por tanto, no hay que distinguir entre personas, animales o cosas superiores e inferiores, sagradas y profanas, puras e impuras. Por ese motivo, Él y Sus discípulos no practicaban los ritos judíos de purificación (Mar. 7:1-23; Mat. 15:1-20). En una visión, el apóstol Pedro es enseñado a no usar los conceptos de la dicotomía, adoptados por los judíos, para hacer distinciones de ese tipo entre personas (Hechos 1l:1-17).
Cuanto a la cuestión del poder, Jesús la llevó a las últimas consecuencias: renunció al poder, enseñó y vivió el amor como siendo la antítesis del poder. El himno atribuido a la iglesia primitiva, transcrito por el apóstol Pablo en Fil. 2:6-11, habla así de la posición de Jesús frente a la cuestión: Jesucristo renunció al poder que le era propio de la naturaleza divina para volverse ser humano; se volvió ser humano en el sentido de Dios al no insistir en ser igual a Dios; adoptó la naturaleza de un siervo humilde y fue obediente a Dios hasta la muerte; por eso, Jesucristo es reconocido como el Señor (o sea, se volvió Señor por el camino opuesto al trazado por la dicotomía). Y el apóstol Pablo muestra —verso 5— en que consiste ser cristiano: "Tengan entre ustedes el mismo modo de actuar que Cristo Jesús tenía”.
¿Las mil formas de relaciones de poder que hormiguean en la sociedad y en la I.A.S.D. —la mayoría de las cuales no tenemos consciencia— son una expresión del modo de actuar de Jesús? Esta es una cuestión que merece ser pensada y discutida.
La renuncia del poder no era sólo para Jesús. Conforme a lo que dice Mat. 20:25-28, Él exige que sus seguidores no se dediquen a dominar unos a los otros como acontece entre los paganos. En vez de eso, da el siguiente mandamiento: "Ámense los unos a los otros así como yo los amé". Y añade: "Si tuvieren amor los unos por los otros, todos sabrán que ustedes son mis seguidores" ( Juan 13:34-35. Compare con el verso 1, última parte). En el Nuevo Testamento, no es el poder el que vale y sí el amor. Por ejemplo, el verdadero conocimiento de Dios consiste en amar, porque Dios es amor (1 Juan 4:8); el amor es el don supremo, sólo tiene valor delante de Dios aquello que es hecho por amor (1 Cor. 13).
Con la renuncia al poder, Jesús abre el camino para una relación sana con Dios que, a su vez, abre el camino para una nueva relación con el prójimo y para una nueva relación social de sus seguidores entre sí. Para construir una relación sana con Dios, Jesús usa su imagen exclusiva de Dios como Padre, y que suplanta la imagen judía y pagana de Dios como un emperador sentado en su trono, imponiendo su voluntad a todos, determinando todo mediante leyes inmutables. La imagen de Dios como Padre (Jesús llama cariñosamente a Dios de “Papito” o “Padrecito”) sugiere una relación de amor con Dios en vez de una relación de poder. Jesús quiere que las personas confíen en Dios como un niño confía en su amoroso padre. En la nueva relación con Dios, no tiene valor lo que es hecho por obligación, porque es norma o está prescrito en la ley. Sólo tiene valor lo que es hecho por amor a Dios y al prójimo.
En la relación con el prójimo, Jesús exige de sus seguidores la demostración de amor. Y, para Jesús, “amar” no significa simpatizar con alguien. Significa demostrar amor por aquellos que se volvieron prójimos a través de una situación histórica específica, como en la parábola del buen samaritano (Luc. 10:30-37) — cuando Dios pone en el camino alguien que necesita de auxilio abnegado. O como lo dicho sobre el gran juicio final (Mat. 25:34-40): “Porque tuve hambre y me distes de comer; tuve sed y me distes de beber; era forastero y me hospedaste; estaba desnudo y me vestiste; enfermo y me visitaste; preso y fuiste a verme”. El amor al prójimo que Jesús exige es el amor ilimitado, que aparece en el amor al enemigo (Mat. 5:44) y en el perdón total (Mat. 6:12; Luc. 17:4).
La nueva relación social entre los seguidores de Jesús está basada en el concepto “servir” (Mat. 20:25-28). Entre los discípulos valen otras reglas que las del campo político. Para los poderosos el amor es una debilidad, y el poder es una virtud de los que son superiores. Pero, para Jesús, quien renuncia al poder y enfrenta el mal demostrando amor, se abre al reino de Dios.
El golpe mortal contra la dicotomía, consecuentemente contra el deseo inspirado por ella de imitar el mundo divino, aconteció cuando Dios invirtió el sentido de ese deseo ilegítimo y se hizo ser humano en Jesucristo. A través de la persona y de la actividad de Jesús, que renuncia al poder en favor del amor, Dios rescata y establece para siempre el valor y el significado de la humanidad. Jesucristo es la única persona que define para siempre, en él mismo y en su actividad, lo que significa ser un ser humano en el sentido de Dios.
Es muy significativo que esa línea de severa crítica al poder termine en el Apocalipsis con la destrucción del monstruo del poder, que se opone a Cristo, y el establecimiento definitivo del reino escatológico de Dios, mediante la destrucción de los reinos de este mundo, que siguen el monstruo y disputan la soberanía con Dios.
El mundo divino de la dicotomía, que la versión teísta de los adventistas tiene como modelo de organización de la sociedad, es una mera auto-representación colectiva. Ese mundo no existe en la realidad. Existe apenas en la forma de grandes arquetipos, grandes imágenes, que habitan el inconsciente colectivo y el inconsciente individual de grupos y de personas que aún no se libertaron de la arcaica doctrina de los dos mundos, ampliamente combatida en la Biblia.
¿Cómo los adventistas se deslizaron para todas esas dislocaciones conceptuales que generan confusiones y equivocaciones?
La respuesta más plausible es esta: cuando la Iglesia prioriza su sistema de orden, los principios bíblicos, principalmente las exigencias de Jesús, son deturpados o dejan de ser fundamentales. Y esto tiene sus consecuencias. La organización se vuelve un fin en sí. La predicación del evangelio es substituida, en parte, por la propaganda particular de cada comunidad religiosa y por la promoción de actividades institucionalizadas. Doctrinas particulares son elaboradas, mediante una cuidadosa selección de temas y de textos bíblicos, para establecer y mantener la identidad de la organización. Y lo peor de todo: “ser”, en el sentido de Dios, exigido por Jesús, deja de ser lo más importante. Cede lugar para “hacer”, en el sentido de las actividades institucionalizadas, que puede llevar a los funcionarios a actuar como fariseos, a vivir de apariencias.
Por todo eso, queda claro que el leviatán adventista usa como disfraz conceptos de un mundo imaginario — el mundo divino de la dicotomía. ¿Cómo es realmente el monstruo? Enfrentamos esta cuestión en los próximos capítulos, los cuales hacen aparecer la verdadera faz del monstruo examinando primero la función administrativa y, después, el proceso y el comportamiento administrativos.
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